prosa

Paulo Villanueva (Chile)

Balneario

Mozambique en la uno, Seaboxes en la dos, Leopard en la tres, Spriny en la cuatro, Oslo Bulk en la cinco, Cena Faith en la seis, la gaceta 7 está vacía, ¿qué buque estaba ayer? Lo he olvidado. Sea Melody en la ocho. 


A las 02:57, a un metro con 13 centímetros. A las 09:10, en 59 centímetros. A las 15:59, ¿por qué no a las 16:00? ¿Para qué tanta precisión? bueno, a las 15:59, un metro con 33 centímetros de altura y a las 22:39, en sesenta y nueve centímetros. Un día iré a verificar estos datos, ¿cómo es que se mide la altura de la marea? ¿Considerarán el lecho marino? ¿Qué profundidad tiene el horizonte? 


El dólar a $555, el euro a $761, el peso argentino a $71 ¿cuántos trasandinos habrán venido este verano? Dicen que la población flotante del balneario fue un millón de personas. Cuentas azules sacarán los comerciantes y el alcalde, que se gastó 800 millones en la costanera y la iluminación. ¿Por qué una costanera ayuda al turismo? ¿será por eso de encauzar un caminar estival sin rumbo? 


¡Las caminatas del veraneo eran las mejores! 


Recuerdo esas tardes noches de mí infancia. Sin apuro, con mis padres y mis hermanos. Eso de ir y devolverse. El sabor de las manzanas confitadas, harinosas por dentro y azucaradas con caramelo rojo carmesí, por fuera. El rompeolas y la espuma salada que se precipitaba sobre los más temerarios o despistados. El olor a vela derretida en la elevada gruta de la Virgen María, en cuya base se disputaban espacio, las placas por favores concedidos. El tiro al blanco, la rueda de la fortuna, los tarros de duraznos y macedonia que nos ganábamos en la lotería. Las galletas en cajas metálicas y esas diabólicas muñecas dormilonas, que si las erguías, abrían sus ojos sin vida.


Un millón de turistas fue un gran número para el verano que acaba de terminar, pero mañana todo volverá a estar muerto. Un balneario en baja temporada es lo más parecido a un pueblo fantasma. Volveré a oír los pasos de los vecinos, el barrer mañanero de las escobas de curahuilla, la sirena de los bomberos a mediodía y el sol que comenzará a zambullirse más temprano. La soledad se tomará las calles y nuestras vidas.


La ambulancia es el 131, los bomberos el 132, 133 los carabineros, investigaciones 134 y el 137 para emergencias marítimas. Nunca he marcado ese número. ¿Y el 135 y el 136? ¿estarán reservados? Y si los llamo, ¿me contestará alguien? ¿qué les podría decir? Llamaba para saber a qué emergencia se dedican ustedes. 


Yo sé una que podría asignarse a esos números. El 135 debería ser para que los vecinos se reporten diariamente y el 136 lo usaríamos cuando no hemos sabido de alguien en más de un día. ¿Cuánta gente vive y muere sola en este balneario? El invierno pasado le tocó al Bartolo. Estuvo 17 días muerto en su casa hasta que lo encontraron. 


Salía a vender sus aliños: orégano, cominos y merquén. Vivía solo desde los años 80. ¿Cómo es que pudo estar tantos días muerto sin que no nos diéramos cuenta? ¿Qué costaba ir a visitarlo? Golpearle la puerta. Compartir un mate o conversar. Somos también culpables de la muerte del Bartolo por abandonarlo en vida. 


Si alguien escuchara del otro lado las emergencias del 135 y llevara un  registro de los llamados, sabría la primera noche que el Bartolo no se había reportado. Tendría que haber hecho algo. Avisarnos. Hubiéramos ido a tocarle la puerta el mismo día. Tal vez aún estaba con vida. Tal vez no, pero hubiera sido más digna su muerte. Esa soledad de 17 días de su cuerpo sin vida. En su casa de años y la vida afuera transcurriendo de lo más normal, sin nadie extrañando al viejo que vendía los aliños. 


¿Tanta reserva de especias teníamos todos en nuestras casas que no sentimos su ausencia? Debió quedar más de un plato de comida sin aliñar. En ese mismo instante, esa persona debió darse cuenta que hacía días que no veía al Bartolo. Y llamar al 136. Pero no lo hizo. Los platos de comida sin aliños debieron ir en aumento, pero seguimos comiéndolos refunfuñando sin hacer nada al respecto. Habría bastado con salir a preguntar por él, pero nada de eso pasó. 


Fueron 17 días en que sólo el mal olor de su cadáver alertó a su vecino. Llegó la policía, entró a su casa y encontró a Bartolo de boca en el suelo, entre la cocina y el comedor. “Sin señal de violencia ni participación de terceros”, dijeron. 


Hipertenso y diabético. Un ataque al corazón se lo llevó. Debido al avanzado estado de putrefacción de su cuerpo, sólo permitieron que lo velaran por dos horas. Por lo que muchos no pudieron ir a despedirse. 


El 136 debía ser para eso, para avisar que hemos dejado de ver a un vecino al que veíamos todos los días, pero ese número no está habilitado como emergencia de soledad. Nadie hay del otro lado para atenderlo, pues estamos todos de este otro lado, esperando, expectantes, pasivos, abandonándonos en un balneario que nos mata de la manera más triste posible.

Javier Hidalgo (Venezuela)

Soliloquio de la verdad

Mírate, ¿qué ha sido de ti, desde que concebiste las páginas de ese libro? ¿Qué ha sido de tu vida? ¿Adónde se fue tu voluntad? Este rostro entumecido que hoy miras, estos ojos sin fondo, esta barba carcomida, dime, ¿son producto de qué? ¿De dónde proviene semejante decadencia? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Por qué se produjo? Necesitas hallar esas respuestas, ¿o es que ya las hallaste, y simplemente te colocas un velo enfrente para entorpecer la verdad? Admítelo, responsabilízate de tus actos, o extírpate de la existencia; pero tienes que hacer algo, no puedes quedarte aquí, inmóvil frente al espejo reprochándote como un imbécil y al mismo tiempo esperar un cambio que no produces tú. No puedes seguir culpando a esta camisa que te aprieta cada vez más, mucho menos al estado paupérrimo que emanan tus facciones, y que se refleja en cada cristal que miras. Haz algo. Rompe el ciclo, rompe el ciclo, rompe el ciclo…


Por tu culpa esas páginas aún rondan las calles; por tu culpa esas palabras infames aún torturan personas y destruyen sus vidas…


Mírate, eres el Demiurgo de un sórdido Universo que sigue infestando almas; eres un Mesías del infierno, un profeta de la inmundicia… Haz algo, reivindícate.


No te golpees, no grites; eso no soluciona nada. ¿Luisa? ¿Quieres a Luisa? ¿Ella te calma? Pues consuélate con su recuerdo, porque ella ya no existe. ¿Pasado? ¿Volver? ¿Qué es el pasado? Un nicho en tu existencia, eso es. ¿Quieres volver al nicho? No, sal de aquí. ¿Qué es salir? ¿Fuga? ¿Violencia? No importa, sólo sal. Sólo sal…


Mira al punto que has llegado: lames las paredes, defecas en tu cama… ¿esto eres ahora? Respóndete y deja de chillar. No te torturo, no digas eso, sólo intento mostrarte la verdad; sólo intento que te encuentres y dejes de mentirte; sólo intento que halles el camino hacia ti mismo y que te responsabilices de tus actos. Responde: ¿esto eres ahora? Responde: ¿esas palabras te envenenaron el alma? ¿O fue tu alma quien envenenó esas palabras? No grites, no grites, no grites… 


Tu séquito, esos fieles legionarios, ¿qué fue de ellos? ¿De verdad te siguieron, tuvieron un destino similar al tuyo, o nunca existieron? No llores, no te golpees, responde. Observa una vez más este rostro inhumano y responde. 


¿Destino? Lo moldeaste tú mismo, aférrate a él o huye de él, no importa, igual está presente. No grites. Te sacarán o te hundirán. Cálmate. Ahí vienen… 



−¿Es este el pabellón? −pregunta uno de los oficiales.

−Sí, es aquí −responde el enfermero, introduciendo la llave en la cerradura de la puerta y, abriéndola con cuidado, añade, dirigiéndose al oficial:

−Tenga cuidado, señor, este está perdido. 

−Ajá… ¡Mierda! Aquí huele horrible −profiere el oficial, tapándose la nariz, una vez cruza el umbral.

Carlos Bone (Estados Unidos)

TERREMOTO DEL 60

Para el terremoto de 1960 nosotros estábamos viviendo en Bulnes. Mis recuerdos de esta ciudad son muy difusos, aunque recuerdo la escuela a la que yo asistía localizada frente a la Plaza, y era un edificio beige de dos pisos.   Recuerdo haber celebrado un 21 de mayo disfrazado de marinero y cantando en el escenario de la escuela, “en alta mar, en alta mar, en alta mar…”, mientras desfilaba con todos los compañeros vestido con una gorra de marinero hecha de cartulina, y un pañuelo al cuello de color azul, , detrás del telón, nos daba instrucciones de cómo y por donde marchar.   Recuerdo los árboles en las estrechas calles cargados de “caque”, esa fruta anaranjada y que se chupa dejando un sabor amargo.   Pero recuerdo, sobre todo, las calles polvorientas y bañadas de un sol cansado que caía en la tarde alimentando sombras.   En esa plaza de pueblo, los fines de semana en la noche, desde el torreón de la Iglesia, colgaban un telón blanco, y proyectaban películas donde todos los vecinos asistían a verlas parados o sentados sobre mantas.   La plaza se llenaba de gente, y los vecinos se saludaban unos a otros y las conversaciones se extendían mientras los ayudantes de la iglesia acomodan el telón.   Algunos cargaban picnics y se sentaban en el suelo a comer “sanguches”, mientras otros se quedaban parados mirando las imágenes en blanco y negro que se movían desde el telón en lo alto del campanario.   Allí recuerdo ver una película muda en blanco y negro que me dejo una profunda impresión, que aún hoy, no puedo borrar: “La Leyenda de Sigfrido”.   Las figuras se movían con una rapidez poco natural, y en silencio pues una película muda, y el espectáculo era dantesco mientras esas sombras asaltaban una mansión o castillo.  Luego, ya tarde, acabada la función, todos regresamos a nuestras casas con un paso cansino, como tratando de demorar el momento de terminar el fin de semana.  Mucho tiempo después podría ver nuevamente esa película en alguna otra ciudad, y analizar con más calma este filme.   La verdad es que volvió a impresionar la intensidad casi siniestra de la acción.   La he buscado en You Tube, pero seguramente ya es muy antigua y se ha perdido en los anales del tiempo.   La noche del terremoto de 1960, recuerdo que yo dormía en una pequeña habitación, detrás de una farmacia que pertenecía a una tía llamada Marta Pino, y que tenía algún parentesco que no recuerdo con mi padre, cuando de pronto sentí que me tomaban bruscamente del cuello y cuando abro los ojos asustado, veo una de las paredes de ladrillo cayendo sobre mi cama.   Y mientras mi madre me cargaba en sus brazos y gritaba por mi hermana, yo observaba otra parte de la casa derrumbándose.   Salimos a la calle, y solo estábamos nosotros.   Mi padre no se encontraba en ninguna parte.   Y yo veía con espanto como las calles se movían bajos nuestros pies, y como la gente se lanzaba al suelo llorando y suplicando al cielo porque este infierno se detuviera.   Este fue mi primer terremoto.   No sé cuánto rato pasó, pero ya estaba amaneciendo y recuerdo que, pasado el movimiento, la gente ya comenzaba a reponerse del susto, las cosas ya más tranquilas, pero mi padre aun no daba señales de vida, y mi madre estaba muy preocupada sin atreverse a ingresar a la casa semiderruida por temor a encontrar una tragedia.   Y de pronto, de entre las ruinas, aparece mi padre, vestido, afeitado, ¿bañado y arreglándose la corbata mientras con un aire distraído preguntaba “paso algo…?

Carlos Bone (Estados Unidos)

LA TIA CHELA

La tía Chela, Graciela Enríquez de Rozas, era hermana de mi “nona”, y vivía modestamente en un pequeño apartamento en Agustinas esquina San Martín en Santiago.   Allí vivió sus últimos días con la ventana de su pequeño comedor mirando hacia una muralla gris, impenetrable, que cerraba la vista con concreto y acero.   La tía Chela fue casada.   Se casó a los casi 20 con un funcionario del Banco del Estado de Concepción, Jorge Rocha, un hombre de corta estatura, diríamos que casi regordete, pero que siempre lucía una sonrisa luminosa que yo creo fue la que cautivo a esta delgada y frágil mujer.   La tía Chela era de piel blanca, y unos ojos que con el tiempo se transformaría de dulces a duros, pero nunca perdieron la ternura que asomaba cuando sentía el calor del cariño rondando cerca.   Ellos comenzaron su vida matrimonial de una manera tranquila y ceremoniosa.   Él era un caballero de sombrero y de maneras muy corteses, mientras la tía era elegante y discreta como lo exigía la época.   Aún conservo fotografías de ellos en la playa de Penco con algunos amigos disfrutando posiblemente de una tarde estival frente al mar.   Todos vestidos impecablemente de corbata y trajes blancos, mientras las mujeres se arrepollan en esas faldas largas y pequeños sombreros que las protegían del sol inclemente de enero. Todos sonreían a la cámara, quedando inmortalizados en un momento de Felicidad, que quizás fue el último. La tía fue siempre muy discreta sobre su vida, y fue muy poco lo que ella me comento, pero la historia no fue feliz. Al pasar de nueve meses tuvieron a una hermosa niña a la que llamaron Cristina. Ambos la amaban y la llenaron de cariño y protección, descubriendo en esa pequeña figura el fruto de un amor que parecía proyectarse al futuro sin temores.   Pero la vida es cruel e inesperada, y Cristinita enfermó casi a los 14 meses de nacida, y después de una corta estadía en el hospital, falleció de Meningitis. Una nube negra cubrió ese hogar, dejando a ambos sumidos en el más profundo desespero.   Jorge lloraba a escondidas, pero la tía Chela lo veía desintegrarse a pesar de sus esfuerzos por salvar esa dicha tan poco tiempo conocida. Y él empezó a decaer lentamente. Su sonrisa se desvaneció para siempre, y esa alegría que hasta solo meses antes bañaba a esta familia, se esfumó en un espectral silencio que solo los sollozos y la profunda pena acompañaban. Jorge dejó el trabajo y empezó a pasar los días sentado junto a una ventana en el corredor de la casa. La presencia de la tía pasaba casi inadvertida para este hombre sumido es la sensación de Pérdida que no lo abandonaba ni siquiera un momento. Nada de lo que la tía Chela hiciera lo alegraba o sacaba una sonrisa de sus labios. Y así, poco a poco se fue acabando, hasta que ese dolor lo llevó a la tumba en algunos pocos meses. Y aun después del funeral, la tragedia que se cernía sobre esta familia continuaba. La familia de Jorge acusó a la tía Chela de ser culpable de todo, y la llevaron a un juicio donde la tía sin fuerzas ni siquiera para defenderse, perdió absolutamente todo lo que legalmente le pertenecía.   Casa, dinero, montepío.  Y ella quedó completamente en la calle. Ella con las últimas fuerzas de su cuerpo agobiado por el dolor, se retiró a vivir a casa de su hermana, la tía Mercedes Enríquez De Rozas, quien era una solterona alta y fuerte, quien dentro de su prosapia de la cual estaba muy orgullosa, vivía modestamente en Santiago en una casa enorme a la cual mi tata llamaba “la casa del terror”. En esa casa vivimos nosotros cuando llegamos desde Valparaíso algún tiempo después. Y allí se cobijó la tía Chela, y la tía Meche con su practicidad de solterona, y esa fuerza ganada en generaciones de mujeres en mi familia la sacó poco a poco de su enorme tristeza, ayudándola a continuar con una vida que solo augura penas. Y así vivió la tía Chela su vida. En las monjas había aprendido a coser y bordar, así que estableció una clientela que la seguía a donde ella fuera, pues era honesta, seria, y cumplidora. Al tiempo, la tía Meche dio el pie para aquel apartamento en Agustinas y se lo traspasó a la tía Chela con la condición de que ella pagará los dividendos y los gastos añadidos. Y allí vivió mi querida tía, en su pequeño apartamento acompañada solo de su máquina de coser, algún maniquí, y todos los artefactos que la denunciaban como “costurera”. Solo el recuerdo de sus dos grandes amores la impulsaron a continuar adelante. Y yo tuve la dicha de conocerla, y compartir muchos momentos juntos. En cada viaje a Santiago, los cuales eran muy seguidos, yo llegaba a su apartamento, y los dos tomábamos desayuno conversando y riendo, y luego ella me acompañaba a mis trámites y terminamos almorzando en un pequeño y conocido restaurante alemán ubicado en San Antonio, el “Auerbach”. Cada vez ella protestaba de que su estómago era delicado y que no podía comer mucho, pero ambos pedíamos un pernil de cerdo, acompañado de papas cocidas y Chucrut el cual devoramos hasta dejar solo el hueso solitario en el plato. Luego caminábamos hasta su departamento, cruzando la moneda, y perdiéndonos por esas calles del centro de Santiago. Y pasábamos las últimas horas antes de mi regreso conversando.  Así que un día, ella me regaló todas sus fotografías, su Tesoro acumulado y mantenido con lágrimas de recuerdo y me pidió “no nos olvides…” Y aquí tengo sus fotos, de ellos, de Cristinita atesorados y cada mañana al despertar, la saludo y le repito “ya ves tía, no te he olvidado”. La tía Chela falleció cuando yo ya estaba viviendo en USA, así que la última vez que la vi fue para mi despedida. Fui a su apartamento y la abracé, pues ambos sabíamos que sería la última vez que nos viéramos.   Tiempo después recibí la noticia de que había fallecido casi a sus 100. La tía Meche murió a los 103 años. En sus escasas y magras posesiones solo encontraron algunas cartas que yo le escribí desde USA.

Carlos Torres Bastidas (Venezuela)

Si pudieras ver toda tu vida

“Si pudieras ver toda tu vida, de principio a fin, ¿cambiarias algo? Si predices el futuro, quieres decir que ya ha sucedido, ¿Cómo podrías cambiar algo que ya ha sucedido? La física sugiere que el futuro es tan fijo como el pasado.”  Arrival basada en el cuento de Ted Chiang

“La IA se ha vuelto mas poderosa que sus creadores y quienes la fomentaron ahora están en su contra.” Deutsche Welle,  canal de noticias internacionales.

Yo soy Carolus  Deckard, ingeniero, arqueólogo y experto en paleografía del siglo 21. Un cyborg avanzado con características humanas, descendiente de los Nexus 6, que pudieron comenzar a replicarse desde el año 2089. Me he propuesto saber que pasó en este conjunto de ruinas y cenizas que fue una populosa ciudad de nombre Caracas La Grande. Se perdieron muchas vidas, pero al parecer se logró lo que se quería; la independencia total de la Gran Hermana, una IA llamada en aquellos tiempos “Madre de la Patria”.  

Desenterrando los que fueron los medios de comunicación y de transporte, Carolus logró recuperar en una inmensa cantera, un gran cartel que decía CAPITOLIO. Pudo entrar con dificultad en los escombros de un túnel que fue el Metro de Caracas. Mucha tierra y el aire enrarecido impedían ver bien en medio de la oscuridad. Sus ojos que contemplaban con resaltadores de formas, aumentaron el tamaño de ciertos objetos. Pudo ver el bolso de cuero al que se aferraba uno de los esqueletos petrificados en los asientos de un retorcido vagón. 

Sus manos como pinzas de titanio encontraron dentro del bolso sin mucho esfuerzo, un cuaderno empastado y varios libros. Por sus estudios paleográficos e históricos, pudo descifrar varios títulos; Subterráneos insondables lo pudo traducir, pero no sabía lo que significaba. Otros libros: Pirata y El descenso. En algunas hojas de papel secas y agrietadas: “Barbarella, mi esposa ideal”. Pero lo más valioso, fue una libreta con el logo Fama, y en la portada se veía la imagen de un jugador de aquel antiguo esparcimiento llamado beisbol. 

Sintió un sobresalto porque su casco-procesador comenzó a realizar la traducción de ese vetusto cuaderno, que milagrosamente había sobrevivido a lo que fue una detonación nuclear en la antigua Caracas. Le dio una orden al micro procesador que estaba integrado a su ojo derecho: Traduce; castellano, venezolano, año 2030. Un haz de luz roja escaneaba las páginas que Carolus iba pasando con delicadeza, gracias a su recubrimiento de ultra latex natural 3M. Aquí el traductor universal comenzó a compilar lo que había traducido, y lo enviaba de inmediato al nano chip ultra Celeron que tenía instalado en su cerebro: 

“Año 2030. Aquí estoy, de un lado para otro como siempre. A pesar de toda la nueva tecnología, el Metro sigue siendo útil y un martirio para cualquier ser humano. Es insoportable el calor, y la molesta buhonería ofreciendo los odiosos “caramelos Chao” y el constante “te compro tu dólar y te transfiero Bit Coins”, “lleva los pañitos de secado inmediato para el sudor”, “buenas tardes, buenas tardes, gracias por su educación a la bella gente de Venezuela”.

El control mental mediante el Internet, que llega ahora a todas partes y los algoritmos  se usan para saber lo que le gusta a los usuarios. Existe una competencia brutal y despiadada en todas las formas posibles. Dejamos inmensas cantidades de Gigabytes de información cada día en las redes sociales. Los algoritmos creados por la IA ya han estudiado e identificado a todos los usuarios del Metro. Miles de millones de personas, son revisadas, seguidas, y almacenada toda su información vital. Saben que estar mirando el celular y usar el internet puede cambiar el sistema de dopamina del cerebro. Así que por eso regresamos de manera compulsiva una y otra vez, a revisar nuestras redes sociales. Es más adictivo que fumar cigarrillos o consumir esos caramelos que ofrecen los buhoneros con dosis de cocritina –el último invento de los laboratorios Omega-Pfizer- Vamos como hipnotizados, clasificados en nuestros asientos de colores. Han establecido un definitivo control mental. 

Sé que en los planes nuevos de vacunación masiva, ya se habían instalado los nano-chips y la tecnología para alcanzar el mayor control del cerebro humano. Por eso me mantengo viajando de un lugar a otro en este tren, porque cuando salgo a la superficie, entro en una especie de trance y no sé por qué hago o compro algo. Ya se había empezado a controlar desde los satélites que instalaron los chinos, aunado al uso indiscriminado de la tecnología  7G que se habían instalado desde el año 2025 en todas las áreas más pobladas del país. De allí se estableció una base firme y verdadera para el control mental por la Madre de la Patria. 

Por eso no nos hemos dado cuenta de la guerra mundial que se avecina. La IA comenzó con el hackeo que se realizó a DARPA. Google lanzó una versión mejorada en el 2024. Y se estableció una lucha por el control mental, que se implantó definitivamente. A partir de ese momento las masas están controladas, pocas veces se puede pensar claramente y utilizar el libre albedrio.  

Únicamente bajo tierra, viajando en este Metro, puedo sentir que pienso por mí mismo. Así que hago mi viaje desde Los Chorros, luego en el subterráneo hasta La Hoyada, voy una vez a la semana bajo El Puente a comprar “basura de papel”, es decir libros. Por alguna extraña razón los que trabajan y sobreviven en ese sitio, tienen capacidad para poder seguir viviendo de vender libros. 

Estoy contento, logré conseguir unos viejos textos de autores clásicos y venezolanos: Faulkner, Brito García, Javier Hidalgo y hasta un ejemplar autografiado por Julián Márquez. Por eso me gusta viajar por todas las líneas del sistema, el calor es fuerte, pero el control de mi mente es mucho mejor aquí. Algunas personas sienten libertad al viajar apiñados en esos vagones vetustos y  sin ventanas, pero el aire de los túneles, se siente más fresco que el de nuestras casas. Una joven que conocí hace muchos años, escribió en un cuento que estos calores exagerados, eran el anuncio del fin del mundo.” Lo que continuaba era un garabato, que el traductor universal de Carolus no pudo descifrar.

Guido Schiappacasse (Chile)

El sabor de la Navidad

Cuenta la leyenda que corría el año 1.494 de la era de nuestro Señor. El calendario avanzaba y próxima estaba la Nochebuena. En el castillo de Ludovico Sforza, el duque de Milán, todo era algarabía, regocijos y cánticos. Pero, si nos introducimos en la fortaleza de Sforza por aquella ventana de la alcoba que da a la pieza de Martina, la joven y bella dama de compañía de la esposa de Ludovico, pudiésemos haber observado como aquella jovenzuela sollozaba sobre su almidonada cama. 

Sus padres, los barones de Milán, a la doncella no le consintieron ver más a Antonio y ni de casorio le permitieron volver a hablar porque este desarrapado era solo el ayudante de cocina del castillo y no contaba con la altura social ni económica como para emparentarse con la nobleza. Es más, los progenitores llevaron su juicio donde Ludovico, el todopoderoso señor de Milán, el cual les dio la razón y gentilmente le prohibió a Martina seguir con dicha ensoñación.

Sin embargo, el joven aprendiz de cocinero, con todo su ingenuo y límpido amor, tan propio de la juventud, le escribió una carta muy sentida a Martina en donde le rogaba que se viesen en la cocina del palacio durante esa madrugada. 

Así, mientras todos los nobles y distinguidos invitados del palacio dormían y se recuperaban de la borrachera y comilona recién pasadas y los sirvientes reposaban de tanto trabajar sus cansados huesos, los amantes se vieron en el lugar acordado y sus sombras se unieron en un único sentir.

Unos instantes después, el rostro de Toni recibió un puñado de harina arrojado por la juguetona mano de Martina. La broma continuó y este embetunó a su dama con especies mientras las risas inundaban la cocina entremezclando harina, huevos y azúcar. Y a esta masa le agregaron, manteniendo el humor dichoso que los embargaba, pasas muy dulces y frutas confitadas de variopintos colores y aromas.

—Mira lo que hemos hecho, me daría mucha lástima desperdiciar esta comida porque muchos vasallos pasan hambre en Milán, mejor será que horneemos estos panecillos y escondámoslos por allí. ¿Te parece, Toni? 

—Sí, es una excelente idea. Hoy, cuando el sol se oculte, será Nochebuena. Tras los festejos, salgamos a escondidas del castillo y regalemos esta comida a los plebeyos de la ciudad, puerta por puerta —le respondió Toni a Martina inundado del espíritu de la festividad.  Esta asintió con su mirada.

La Nochebuena llegó. Todos los invitados estaban reunidos en el gran comedor de la fortaleza y Ludovico y su señora precedían el convite. Sin más, en medio de las payasadas de los enanos y bufones y de las notas que nacían de las cuerdas del laúd al compás de los villancicos, los comensales fueron agasajados en forma espléndida por Francesco, el chef de cocina. Así, el porcino con su manzana en la boca y bañado en finas hierbas no se hizo de esperar. El disfrute era máximo, pero aún faltaba el postre, el platillo preferido por Beatriz, la mujer del duque.

Sin embargo, Francesco olvidó sacar a tiempo el postre de la parrilla alimentada por el fuego que danzaba entre los leños porque se distrajo dando una soberana reprimenda a Toni, injusta del todo por lo demás. En verdad, el jefe de cocina había visto un talento culinario peculiar en el joven y por ello sentía envidia, una emoción que lo envenenaba desde el interior de sus vísceras.

—No se desespere, maestro. Mirad, en aquella gaveta tengo escondidos unos panecillos. —Toni acogió con generosidad la angustia de su superior porque malogró su postre—. Solo le diré que ayer cociné estas viandas. Es una invención, y aunque a estos platillos los tenía destinados para otro fin, lo mejor será utilizarlos ahora, porque de otra forma el duque se molestará y entonces muy mal lo pasaremos.

—Acompáñame a servir los panecillos. Si no gustan al paladar del duque o de su señora, ¡tú y solo tú serás el culpable y así se lo contaré al duque! —respondió Francesco.

Ludovico observó este extraño menjunje, nunca había visto cosa igual. Le ofreció el primer bocado a su mujer, que en ese momento ponía atención al cuchuchear de su dama de compañía que estaba sentada junto a ella. La expectación se adueñó de los comensales mientras la duquesa se llevaba un primer bocado a sus labios y paladeaba este dulce con suma calma. El silencio en el comedor, incómodo por lo demás, por fin se rompió en voz de la señora de Milán:

—¡Exquisito! ¡Sublime! ¡Una fiesta de sabores!

—¡Os felicito, Francesco! —rio Ludovico mientras saboreaba dicha ambrosía e invitaba a toda su corte a degustar de estos pastelillos.

—Muchas gracias, su merced —muy nervioso y con gotas de sudor que nacían de su frente, contestó el chef.

La duquesa Beatriz, indignadísima, bruscamente se incorporó y ante la mirada atónita de todos los presentes contó todo lo ocurrido en la cocina la noche anterior, tal y como se lo había relatado Martina, su dama de compañía, hacía unos momentos en confidencia y cuchicheo. 

Se hizo el silencio, pero ahora era sepulcral. Luego, el duque con solemne voz entremezclada con algo de ironía, así se expresó: 

—Martina, Antonio, me habéis desobedecido y tú, Francesco, hiciste tuya una genialidad que no te pertenecía. Francesco, serás bendecido con el destierro. Quizá en otra ciudad sea mejor apreciado tu talento culinario. Y ustedes pareja de rufianes, se casarán con mi bendición y tú Toni serás mi nuevo jefe de cocina, te has ganado este justo escarmiento. Señores padres de esta doncella, ¿aceptan este compromiso? 

—Sin duda, su señoría —expresose con alegría el padre de Martina, porque ahora sería otra la condición social del joven y, además, tampoco se atrevía a contradecir al duque.

—¡Viva el pan de Toni! ¡Viva el panettone! ¡Música, que ya es Navidad! —gritó con alegría el duque.

Y del canto del juglar pudo escucharse: 

«En la vida como en la cocina, solo una pizca del sincero cariño navideño, otorgan a las viandas una sazón sin igual». 

Lamar Fría (España)

István

Algunos seres humanos se parecen a István. Rizo de pelo, patitas de gafas, le tocan seis puntos de los rizos, lentes bifocales, cabello canoso, mechones, patas de las gafas, ojos de toro, cabello canoso, lentes bifocales, ese es István. Repito, ese es István. Cada diez minutos se lo toca. El cabello. István es guardia en la sucursal serenense del ministerio de educación, hace más de tres años, chicle de sabor jengibre, ojos de toro, algunas melodías le suenan familiar. Una barrera de rayos rojo, blanco, mesa de la oficina por debajo de la ventana, una silla roja de marco metálico, carpeta azul de tapa dura, con título orden de procesamiento, post it amarillo, dibujo de figuras de trazos delgados igual que los palos de anticucho con tinta por mientras telefonea, Marlene, nombre de mujer, emisión emocional, letras de chapuzas, el teléfono suena. En alguna parte hay también una foto. De repente llega un auto rojo oficial, le sorprende a István como la carga de decisión, la distancia entre la palanca de la barrera y el teléfono no le procura la acción simultánea. István sube la barrera, el teléfono suena. El teléfono deja de sonar, István rebusca el número el que lo ha llamado, llama el número el que lo ha llamado, no contesta el número  que lo ha llamado mientras subía la barrera. István está visiblemente inquieto, por inquietud se equivoca cuando anota la patente del auto en la carpeta azul de tapa dura, por eso más tarde cae en inconveniencia, pero lo oculta. István suele masturbarse en frente del espejo, con mano derecha, y con la izquierda se apoya en el borde del lavamano, quita el semen rociado con el dedo pulgar, y luego quita el sobrante con confort. Con los amigos no habla sobre eso, no cree que los amigos piensen de él que suele masturbarse. Encierran a István los indígenas, mínimo tres de cada lado, pero no tiene tiempo para contarlos, quizá tengan armas, solamente los han escondido detrás de la espalda. Dicen en idioma aymara wawa, no está seguro que es aymara, podría ser quechua también, de las otras palabras ni idea tiene, una mujer diminuta aprieta un bebé enrollado en una frazada. István de espanto busca y saca la botella de refresco que ha vaciado durante el día, esto les muestra como sacrificio, su mirada se parece a un puma, las miradas de los pumas se parecen a él, mientras no dice nada, los indígenas nunca han visto una botella plástica de refresco. Dice algo, dice que umaña, sostiene fijamente delante de él la botella, umaña, por sí acaso el bebé quiere beber. En este caso le traería agua. Si el bebe quisiera beber, dice. Esta situación a los días siguientes se repetirá dos veces más, István cree en su notabilidad, pero más adelante disminuye su espanto. La compañía indígena le invita a una cita. Según István Dios nos enseña por los indígenas su fuerza, como mensaje de pueblos primitivos, y este mensaje que llega directamente del Dios, es un mensaje que llega por canales fiables, para que nos demos cuenta, y es innecesario dudar, de que nuestro mundo objetivista carece la presencia de Dios, los indígenas por eso se asombran tanto por ver la botella de refresco, porque es pueblo primitivo, y István piensa que es cierto, y la apariencia y la reacción de los indígenas sólida su creencia en eso.

Según en otra teoría István es profesor de escuela básica en la escuela básica Fogarassy Mihály de Gyergyószentmiklós. Una regla de madera de ángulo recto, tiza de colores, pizarra interactiva estatal, bigote negro y cortado, un crío con lentes de octavo básico está jugando con un vaso desechable de agua a las espaldas de él, hace muecas, carcajea en silencio. Bandera sícula. Vierte en el pupitre, el agua chorrea al piso. István está bostezando, se aburre de todo, pisa en el agua, se cae la regla de madera de ángulo recto en el agua, se mella el ángulo, se rebota una vez, no sabe quién fue, ¿quién fue?, pregunta, chucha, se resbala en el agua, se mancha con las tizas de colores, carcajea alto, no sabe quién fue, por un instante se recuesta en el agua, se levanta deprisa, recoge la regla de ángulo recto del agua, se da cuenta de que se ha mellado el ángulo, no sabe quién fue. Suena su teléfono, lo desliza a la izquierda, recuerda el número el que está llamando, la llamada lo interrumpe esta rabioso, después de la clase  llama de vuelta, piensa, luego no llama de vuelta, piensa, si es importante, él lo llamara a él, él no le llama, por lo tanto no es importante. No te rías, ¿quién fue?, no se da cuenta de quién fue, no te rías, dice, el crío de octavo básico dice que no se ríe, pero se ríe. Está harto de él. Y István también está harto del curso de octavo básico. Escucha una melodía familiar en el pasillo, se remonta en su infancia, pero no, es una canción de rap, se detiene en el pasillo, István,  llama al crío de octavo básico del vaso de agua, él mismo que lo llamó por teléfono. Deduce por algo que era él quién lo llamó por teléfono, el crío reído de octavo básico con lentes, el mismo quién vertió el agua, según él es una intuición, perspicacia con otra palabra. Entonces fuiste tú, dice István. No fui yo, se ríe él, el crío de octavo básico con lentes. La esposa de István no hace sexo con István, por la opinión de István de hace casi tres años, cuenta los meses, desde cuando no, luego se larga al baño, quita el semen rociado con el dedo, cada vez hace tres años, y el sorbo con confort, con su esposa no habla sobre eso, dice que es asunto privado, su esposa no dice nada sobre el sexo hace tres años, no cuenta el tiempo, según ella no es tanto, dice es cierto que es menos. Delante de la sala de profesores los sículos encierran a István, sin precedencia, tres de cada lado, pero no tiene oportunidad para contarlos, ni escabullirse a la sala de profesores antes que le encierren completamente, su cantidad puede ser una más también, piensa, y quizá tengan armas escondidas en la pelliza lajbi. Hablan en sículo, dicen, buba, una mujer diminuta aprieta un bebé en su brazo enrollado en piel. Se detiene el tiempo. Tres años no se parecen realmente mucho. István saca el vaso desechable, con brazo horizontalmente estirado lo sostiene delante de él, por su espanto no entiende las palabra sículas, un sículo le toma el vaso de su mano, buba quiere beber, küpü, dice, István no se arrepiente que el sículo le toma el vaso de su mano. Los sículos ahora por primera vez se topan con vaso plástico desechable. Por eso se espantan tanto como István de ellos. La situación a los días siguientes se repetirá dos veces más, István siempre lleva consigo el vaso y una botella de agua para buba, por sí acaso, y su espanto disminuye las otras ocasiones, él mismo entrega el vaso a los sículos. Los sículos le invitan a una matanza de chancho. István piensa en el vaso plástico divino, en el beber de los sículos, en la matanza de cerdo, que entonces les lleva un regalo, en el cabello de buba, buba tiene cabello medio largo, con mechones rizados rubios, en el hombre sículo, cómo toma el vaso de su mano, y que tampoco está aclarado cuál de ellos es el hombre de Dios. Quizá uno.

No hay otra teoría. István postula para ser guardia a la sucursal serenense del ministerio de educación chileno, les manda la postulación por la oficina de correos de Gyergyószentmikós. CCL Seguridad, La Avenida Aguirre 260, menciona que es profesor de escuela básica. Los indígenas estudian sículo, los sículos idioma indígena, buba, wawa, Dios envía la botella plástica a los sículos, vaso desechable a los indígenas, se descubre semejanza entre algunos indígenas y sículos.